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Aprendiz de crápula (Parte 1)


No hay nada que consiga excitarme más, que cuando me miran a los ojos y sus labios se van cerrando alrededor de mi glande. Y eso es lo que está haciendo Diana en este momento, clavar sus enormes ojos avellanados en los míos mientras su lengua juguetea con el orificio de la uretra y recoge las gotitas pre seminales. Esta chiquilla no es especialmente guapa pero, con sus dos coletitas negras y con su piruleta en forma de corazón subiendo y bajando, al compás de sus labios, me está haciendo perder el oremus.

Hace casi una hora que me había vuelto a encontrar con Diana, tras más de una década sin saber de ella. Había quedado con Emma en un restaurante que languidecía en el Soho de Nueva York, mi mujer se había reencontrado por Facebook con una antigua compañera de instituto y, por lo visto, esta trabajaba allí como camarera.

Me sorprendió lo que vi nada más entrar. Había banderas de España por todas partes, cuadros sobre toreros y bailaoras y fotografías de Antonio Banderas, Julio Iglesias, Penélope Cruz, José Andrés... La luz del comedor estaba apagada, habían terminado de dar las cenas, no muchas supuse, y busqué una mesa al azar en la zona de la cafetería, dándole la espalda a un televisor donde Jorge Javier Vázquez y Belén Esteban discutían por cualquier memez. Emma aún no había llegado y se suponía que hacía casi media hora que había terminado su turno. Mientras esperaba por ella, me propuse matar el tiempo intentando escribir algo para la novela en la que estaba trabajando, así que saqué de mi bandolera papel y boli, tras hacerle una señal a un viejo, con cara de mala leche y acento de Cádiz, que abroncaba a una chica de coletas, a lo colegiala, que adiviné que debía de ser la ex compañera de clase de mi esposa.

Me había acostumbrado a marcas americanas y alemanas, así que saborear una cerveza de mi tierra, por poco consigue hacerme saltar las lágrimas, amén de que atrajo a las perezosas musas. Después de varias semanas estancado, logré escribir algunas líneas mientras me tomaba una Alambra. Tras tantos años viviendo al otro lado del charco, a casi cinco mil quinientos kilómetros de la tierra en la que nací, descubrir un restaurante de comida tradicional española no muy lejos de mi casa, despertó en mí la morriña. A no tardar mucho, tendría que volver a comerme una fabada, una paella y una ración de buen jamón regado con aceite de oliva.

Cuando vacié el botellín, miré el reloj en la pantalla de mi Iphone. Ni una llamada, ni un WhatsApp de Emma, y ya hacía un buen rato que había terminado de trabajar. No me preocupó, no sería ni la primera vez, ni la última, que había de quedarse haciendo horas extras sin poder avisarme. Ser la Sargento jefe de turno, en la Policía de Nueva York, tiene estas cosas.

—¿Quieres otra, David?

No me había dado cuenta, el dueño del restaurante se había marchado y la camarera se había acercado sigilosa hasta mi mesa.

—Sí, por favor...

La miré extrañado, era unos siete años más joven que yo, como Emma, su cara me era vagamente familiar pero no la ubicaba.

—No te acuerdas de mi, ¿verdad?

Por su acento, sin duda alguna era estadounidense, su fluidez con el castellano debía de venirle por trabajar allí o por tener familia de raíces latinas, algo bastante normal en ciertos barrios neoyorkinos. Por su contoneo de caderas al volver tras la barra, imaginé que debía de tratarse por eso último. La deseé en ese preciso momento, sus movimientos casi felinos y aún así elegantes me despertaron una hambre irracional por sus carnes. Tenía un algo especial, era algo más que la atracción animal que cualquier otro hombre podría haber sentido al verla con el pelo recogido en dos coletitas, la faldita plisada a cuadros rojos y negros o los glúteos redondos y perfectos que se entrevieron cuando se agachó para coger un par de botellines de la nevera.

Volvió a la mesa tras coger de un bote una piruleta de fresa con forma de corazón, que chupó con fruición, mientras me miraba como a mí me gusta que me miren las mujeres. La camiseta le marcó de golpe los pezones, mis ojos bajando por su busto hizo que se endureciesen. Su pecho era más bien pequeño, aún así deseé hundir mi rostro en él y lamérselo como ella hacía con la piruleta, con gula.

—A esta invito yo —Se sentó a mi lado y dio un trago sonriéndome—. ¿Sigues sin acordarte de mi?

—La verdad es que... —Me perdí por un instante en sus ojos al descubrir en ellos un brillo amielado—. Pues no, lo siento.

—Soy Diana, la sobrina de Kate.

Entonces me acordé de ella. La conocí al poco de llegar a vivir a Nueva York, tras conseguir la beca para terminar mis estudios en la Escuela de Cine de Nueva York y hacer prácticas como guionista para una modesta productora afín a los Estudios Marvel. Durante una cena con productores y directores y otros guionistas, me presentaron a Kate. Ella era la secretaria de Mister Brown, el director de la escuela y, según descubrí, la misma mujer que me había llamado por teléfono, tras ganar el premio al mejor guión del certamen anual de cortos en España, por el cortometraje nominado en los Premios Globo de Oro del año anterior.

Empezamos a salir una semana más tarde, a mí siempre se me ocurría alguna excusa absurda por la que pasar por Dirección en la Escuela e ir a verla y, finalmente, accedió a que la invitase a una cata de vinos. Pese a que resultó ser un desastre de cita, a causa de esos caldos más propios de briks de vinos que de bodegas de prestigio, logré enamorarla. Tanto que se volvió un poco obsesiva conmigo, celosa y un tanto loca. Me presentó a toda su familia enseguida y, según me enteré más tarde, tenía planeada la boda del siglo desde que había cumplido los catorce años, con el hombre perfecto, papel que me había asignado sin ni siquiera llegar a conocerme del todo. Rompí con ella a causa de Diana, una adolescente de quince años que me había mandado, de manera anónima, una carta de amor un tanto subida de tono. Kate la descubrió, reconoció la letra de su sobrina y se cabreó conmigo. ¿Ya dije que se había vuelto loca, celosa? Absurdamente se creyó que estaba tratando de pervertir a su sobrina, llevado por la sangre latina de mis orígenes. Al final Kate tendría razón, aunque fuese diez años más tarde.

—Me acuerdo de tu carta, me resultó bastante...

—Cosas de crías —dio un trago y recogió con la lengua una gota de cerveza que le cayó por la comisura de los labios, lo que me excitó muchísimo—. Es lo que tiene volverte loca por un hombre mayor.

—¿Me estás llamando viejo? —se hizo un silencio extraño y vi como Diana bajaba la mirada sonrojándose—. ¿Te gustan los hombres mayores que tú?

—No, no... Solamente fue con...

—A mí me gustan mucho las mujeres más jóvenes que yo —cogiéndola suavemente por la barbilla, la obligué a mirarme—. ¿Y que es de tu vida? ¿Qué haces trabajando en un sitio como este?

—Necesito dinero para pagarme la universidad —se apartó un mechón del flequillo que le cayó por la frente y se lo colocó tras la oreja—. Mis padres no pueden pagarnos los estudios a mis dos hermanos y a mí, así que les ayudo con lo que puedo.

—Ya... —sonreí pasándole el pulgar por la boca para que Diana dejase de morderse el labio inferior, ese gesto me estaba poniendo demasiado caliente—. ¿Y qué tal lo llevas?

—Bien, aunque compaginar estudios y trab...

Poniéndome de pie me coloqué frente a ella, lo que hizo que se atragantase y no pudiese terminar de hablar. Me agaché para coger mi segunda Alambra, intacta hasta entonces, dejando mi cuello a unos pocos centímetros de su boca. La chiquilla hizo ímprobos esfuerzos por mantener las piernas cerradas, lo sentí. Hubiese jurado que me llegó cierto aroma a humedad que surgió bajo su falda cuando me incorporé y di un trago mientras le acariciaba la nuca con los dedos.

—¿Qué me decías de compaginar estudios y trabajo?

—Ten... tengo nov... —la pobre no pudo evitar tartamudear y sus piernas se separaron al fin unos pocos centímetros—. Tengo novio.

—¡Qué lástima! —Diana no apartaba sus ojos de los míos, desafiándome a que leyese que se escondía tras ellos—. ¿Y tu novio es muy celoso?

—Es un... —tragó en seco— ...es un chico muy bieno.

—¿Bieno? —pregunté riéndome.

—Bueno, perdón. Mi castellano no es...

—Hablas muy en español.

No se sonrojó como pensé que haría por su error, aunque sí se estremeció, como si se hubiese estado poniendo nerviosa a cada segundo que pasaba. Me sorprendió sobremanera mi influencia sobre ella. Supuse que la baza más fuerte con la que conté en ese momento fue el recuerdo que Diana tenía de mí y que esa niña de quince años aún no había desaparecido de su mente. Se le puso la piel de gallina e hizo el amago de apartarme pero, a un milímetro de tocarme dejó caer el brazo, vencida.

—¿Te pone más que yo? —mis labios estuvieron durante un segundo a escasos dos milímetros de la piel de su cuello y sus piernas se volvieron a separar unos centímetros—. Seguro que no.

Incapaz ya de controlarse, fue a echar mano del bulto bajo mis pantalones, pero una llamada en su móvil la asustó.

—¡Johny! —contestó—. En cinco minutos termino. ¿Vas a venir a buscarme? —se puso en pie y se alejó un par de metros de mí—. ¿Qué estás buscando aparcamiento? Bien, bien, aquí te espero. ¿Qué qué me pasa? No, nada, nada... —apagó su móvil y volvió a hablar en su castellano tan especial—. Es mi novio, viene a bus...

—Que pena... —le susurré al oído y Diana volvió a estremecerse.

—Está aparcando —tragó en seco.

Me acerqué a ella y la levanté como si no pesase nada. Sujetándose con las manos sobre mi nuca, se dejó llevar para que la sentase sobre mi mesa. Su cerveza cayó al suelo y la mía se tambaleó peligrosamente.

—Shhhh, tranquila. —no hizo nada para evitar que me arrodillase frente a ella y le quitase su diminuto tanga blanco—. ¿Es un Chevrolet viejo y oxidado?

—Es un Camaro del 69, todo un cla... —miró hacia la ventana y cuando su prenda terminó de deslizarse por sus muslos y me hice con ella, se quedó sin aliento.

—Esto me lo quedo —olí la tela impregnada de su olor y la guardé en mi cazadora—. Como recuerdo de este reencuentro.

—No hay tiempo —con la respiración entrecortada señaló hacia fuera donde Johny hacia maniobras para aparcar entre dos contenedores.

—Siempre hay tiempo.

Metí la mano bajo su falda y acaricié su intimidad con mis dedos, sin terminar de meterme en ella y deleitándome con su reacción. Se mordió los labios y deseé ser yo quien se los mordiese.

Justo antes de que la puerta se abriese, Diana saltó de golpe y se metió tras la barra para hacer caja. Johny, un chaval trabajado en el gimnasio, entró y yo me dejé caer en mi silla.

—Hi, honey —saludó el chico.

Sonriendo, me deleité con el aroma más íntimo de Diana impregnado en mis dedos. Me terminé mi cerveza viendo como le daba largas a su chico y me acerqué hasta ellos para pagar. Junto al billete de cinco dólares, le entregué un trozo de papel en el que le decía que, si quería recuperar su tanga, en cuanto cerrase debía de subirse al Mustang rojo aparcado junto al Starbucks.

Ya fuera, tras encenderme un cigarrillo caminé sin prisa hasta mi precioso bólido. Junto a mi Electra Glide, aquel coche era mi mayor tesoro. No tuve que esperar mucho tiempo por ella, a los diez minutos vi como bajaba la persiana del restaurante, agachándose para ello y dejando parte de sus nalgas desnudas a la vista. Johny no perdió el tiempo y metió la mano bajo la corta falda de ella, lo que le valió un empujón y una mirada capaz de derretir el acero. Diana, con su 1,60 0 1,65 de altura, daba miedo. El chico se disculpó y ella le siguió hasta su "clásico" del 69 donde, tras un casto beso en los labios, se marchó. Supuse que se marcharía con la entrepierna a punto de hacer saltar la cremallera de sus pantalones, directo a la ducha donde dejar que el agua helada calmase sus ardores. Diana miró hacia la esquina por donde Johny desapareció, después hacia la calle de la derecha, dudando si empezar a caminar para alejarse también de mi o si girarse hacia el Mustang. Girándose se quedó mirándome a los ojos, supuse que preguntándose si estaba a punto de hacer lo correcto. De haberme preguntado a mí, le hubiese dicho que no, que no era lo correcto, pero si lo más lógico. Todo anhelo incumplido, a mi parecer, se enquista en el alma y acaba convirtiéndose en un tumor maligno para el ánimo. Así que, puede que me equivocase, quizá venir conmigo fuese lo lógico y lo correcto.

Debió de leerme el pensamiento y se subió a mi coche. Y gracias a eso, a que aceptase mi oferta, la tengo de rodillas entre mis piernas, vestida solamente con su falda, tratando de abarcar toda mi longitud dentro de su boca, empapándomela con su saliva.


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