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La segunda estrella a la derecha


Quisiera contarte una historia que nunca ocurrió pero que, como casi todas las que surgen de la pluma de un escritor, pudo haber ocurrido alguna vez. Es mi intención con este relato arrancarte una sonrisa, quizá también una lágrima, aunque me conformo con lograr acariciarte por una milésima de segundo el corazón.

Para ello quiero pedirte primero un favor. Antes de continuar leyendo coge tu móvil y busca la canción Smile, esa que Charlot compuso para la película Tiempos Modernos.

¿No sabías eso? Sí, fue él, Chaplin, quien compuso la melodía. Hay muchas versiones, mi favorita es la que hizo Michael Jackson, pero, como te he dicho antes, esta historia nunca ocurrió, y quien va a cantarte mis palabras nunca existió.

¿Ya has elegido una versión? ¿Sí? Pues dale al Play y sigue leyendo, por favor.

 

El vaivén del arco le arranca a las cuerdas las primeras notas de esta melodía, suave y aguda, que llena el salón de magia según asciende el volumen, mientras dos bailarines se mueven mecidos por la música, como mecen las olas un barco en alta mar, ligero y elegante. El hombre ciñe a la mujer por la cintura con su brazo izquierdo, acercándola a él, sintiendo los latidos acelerados de su corazón y como su pecho sube y baja al compás de la canción de Chaplin, Turner y Geoffrey. Ella posa el suyo sobre su hombro, con delicadeza, y ambos, tomados de la mano, se elevan en el aire, llevados por un remolino de notas hiladas de manera sublime, sin que sus pies dejen de tocar el suelo ni por un instante.

Yendo a un lado y al otro, se mueven de manera sutil, logrando así comenzar a volar sin necesidad de alas. La pareja se convierte en un par de ángeles que, por un instante, viajan a una tierra donde no existe el dolor, el miedo es tan solo un recuerdo olvidado y pueden ser felices. No es Nat King Cole, tampoco Tony Bennett, ni siquiera Michael Jackson quien, con su voz, les guía en ese viaje. No, quien canta solo para ellos es una solista del Coro Universitario de Gijón. Es esa mujer quien está poniéndole letra al sonido que surge de las cuerdas de mil violines, centenares de violonchelos y un piano. Cual Peter Pan, lleva a su Wendy particular a ese País de Nunca Jamás reservado para ellos dos. No necesita polvo de hadas en esa ocasión, ni siquiera necesita un pensamiento feliz, pues con tan solo cerrar los ojos, al sentir la calidez de la piel de su compañera de baile, consigue cumplir su deseo, ese sueño inalcanzable de volar.

Se elevan hacia el cielo, con el viento removiéndole el vuelo de la falda del vestido y algunos mechones sueltos del cabello a ella, acercándose a las estrellas, lejos de los edificios, los coches y el ruido, acompañados por cientos de aves de mil colores. El uno junto al otro, surcan los cielos con la música de Charlot envolviéndoles, con las nubes como pista de baile y la luna, cómplice, como único testigo.

Ante sus ojos se muestra hermosa. Desde la primera vez que la vio, le pareció que no debía de existir ser más bello que ella y que jamás encontraría una compañera de baile mejor. Además, ese vestido de gasa verde, liviano como el propio aire, bien parecía que estuviese tejido con las notas musicales que surgen de los violines, que de sus rubios cabellos, recogidos en un moño sujetos con mil diamantes, naciesen las partituras y que ella misma fuese canción, esa canción. Esa chiquilla había nacido para bailar y él, por mucho que se hubiese puesto un uniforme azul oscuro, engalanado con varias medallas y botones dorados, con sus movimientos tan solo podía aspirar a acompañar de manera decente a los de ella sobre ese manto blanco a sus pies.

Ella es grácil, se mueve con soltura y delicadeza, incluso cuando el fular le cae, por uno de sus hombros desnudos, hasta el antebrazo y ha de colocárselo bien de nuevo, parece que lo hubiese hecho a propósito y fuese parte de la coreografía. El hombre sabe que no es así y entonces le sonríe, justo antes de empezar a cantarle al oído, pidiéndole que ella también sonría, incluso si le está doliendo el corazón. Le pide que sea feliz, pues solo así el sol se alzará cada mañana más brillante que la anterior, que ría todos los días, aún cuando sienta que las lágrimas están cayendo por su rostro y que entonces deje que el viento y el sol se las sequen, pues de nada sirve llorar y esta vida solo merece ser vivida si sonríes.

El sonido de los violines se apaga y el solitario piano acompaña al coro al completo, que tarea primero y silba después, una musiquilla que va atenuándose. En esos últimos compases, detienen sus movimientos y se abrazan, cerrando los ojos y sonriendo de una manera que deslumbra al mismo sol. Música, canción, baile y vuelo se acaba, lo que hace que, como una hoja en otoño, la bailarina descienda de manera suave, mientra él se aleja hacia la segunda estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer.

Nada más caer, Emma abre los ojos. Ya no hay pista de baile, ya no lleva puesto ese vestido verde y ya no están ellos dos solos. Emma apaga su teléfono móvil y, la pantalla, donde hasta entonces se había estado reproduciendo el video, grabado por su padre meses atrás, cuando ella hizo aquel solo con el Coro Universitario de Gijón, se volvió negra. En ese video ella llevaba también ese vestido, regalo de su madre por haber terminado sus estudios en la facultad, para que lo luciese la tarde de su graduación. Solo se lo había puesto una sola vez, aquella única ocasión. Ahora lleva un chándal gris, el pelo sin peinar y ni una gota de maquillaje, al igual que los últimos siete días.

Se ha hecho el silencio, ya no hay música. Emma le mira a él, que sigue con los ojos cerrados y se aparta, rompiendo el abrazo que les ha mantenido unidos los últimos cinco minutos. Ya no bailan pues él está, como lo ha estado la última semana, tumbado en una cama de la Unidad de Cuidados Intensivos, inconsciente.

Su padre se muere, los médicos dicen que no pueden hacer nada más por él. El infarto que había sufrido Antonio, le había dejado sin oxígeno al cerebro durante más de media hora, lo que le provocó un coma irreversible. Lo único que le mantenía atado a la vida era aquella máquina y Emma lo sabe, el doctor Cifuentes se la ha vuelto a decir tras apagarle a Antonio el respirador, y aún así ella no puede dejar de sonreír. Siente el corazón a punto de romperse en mil pedazos, como el alma se le desgarra y se le forma un nudo en la garganta que la ahoga y, aún así, ella es feliz. No por ella, si no por él, por cumplir ese deseo que su padre acaba de volver a pedirle, mientras bailaban al compás de la música de Charlot, llevando ella, sin llevar, ese hermoso vestido de gasa verde.

—Mientras le abrazabas, papá ha sonreído —le dice su madre—. Se ha ido en paz.

—Se ha ido bailando, sonriendo —contesta Emma.

—Siempre le gustó bailar, sobretodo contigo.

Candela solo tiene cincuenta y cuatro años, sin embargo la última semana ha caído sobre ella como si hubiesen pasado un par de décadas. Con ternura acaricia la mano del que fue su marido durante casi cuarenta años y le sonríe a su hija. Candela recuerda en ese momento como, aquella tarde en que su hija se graduaba, tras terminar Emma su actuación con el Coro, Antonio le dijo a su hija que debía de ser feliz. Recordaba Candela como su marido le había dicho a Emma que debía encontrar cada día un motivo por el que reír, pues solo así esta vida merece la pena ser vivida. Ese instante que acaba de pasar, con padre e hija abrazados en esa UCI, ha sido un momento íntimo, para ellos dos solos, y sin embargo Candela sabe lo que acaban de compartir, en su mente se permitió ser por unos minutos esa luna testigo de ese baile sobre las nubes, al compás de los violines.

Emma mira hacia ese extraño aparato lleno de cables, números y líneas que oscilan. Todos sus marcadores se han puesto a cero, las líneas se han aplanado y no suena ese molesto pitido que ponen en las películas. El baile se ha acabado, ya no hay violines y el piano ha enmudecido.

Girándose hacia su madre de nuevo, se pone de rodillas ante ella. Candela está sentada en una silla que tiene toda la apariencia de ser muy incómoda, justo al lado de la camilla, incapaz de soltar la mano de Antonio. Emma consigue tras un par de segundos de suave forcejeo que le deje ir, toma ella las manos de su madre tras apartarle un mechón entrecano del rostro y se las besa, mientras dos gruesas gotas les humedecen los dedos.

—Papá ya está en Nunca Jamás.

 

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