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Remordimientos

Actualizado: 1 nov 2022


En el mundo real los superhéroes no visten licras que marquen todos sus músculos, ni visten capas ni tienen superpoderes. En el mundo real los superhéroes son personas como tu y como yo, personas que quizás alguna vez soñaron con la fama y el reconocimiento por sus acciones, pero que al final, cuando esta les llega descubren que no es todo tan maravilloso como en los comics o las películas. Son personas que no disponen de un alter ego que les permita pasar desapercibidos por el mundo, que tienen que pagar hipotecas como los demás, que no poseen guaridas supersecretas y que enferman y tienen los mismos problemas y las mismas debilidades que los demás.

Esta es la historia de uno de esos héroes, uno sin capa, cuyo traje es de color verde y cuyos poderes no residen en su fuerza o en nada paranormal, sino en el valor de hacer lo que hay que hacer en cada momento, aunque luego sus actos heroicos le persigan y le atormenten el resto de su vida. Un héroe cuyo anonimato no le viene por una doble identidad secreta, sino por que la sociedad al mes siguiente ya no se acuerda de lo ocurrido dado que alguna otra cosa ocupa las primeras paginas de los periódicos.

Durante los últimos diez años, siempre la misma historia. Cada ocho de septiembre vuelve a revivir, una y otra vez, una y otra vez, aquel preciso instante de su vida. Las mismas preguntas le pasan incansablemente por la cabeza, ¿podría haber hecho alguna otra cosa para evitarlo? ¿Fue necesario que todo acabase así?

Sentado frente a la mesa del salón, con un vaso de cristal vacio en el que repiqueteaban unas piedras de hielo, miraba embobado el televisor. En este, los únicos que le hacían compañía, unos musculitos intentaban vender todo tipo de máquinas, ungüentos y pastillas que devoran grasas y fabrican abdominales sin nada de ejercicio. Eran las cuatro de la madrugada y aun se mantenía en pie. No entendía cómo era posible que con el estomago lleno, únicamente de whisky, aún no se hubiese caído sin sentido sobre la tabla de la mesa. Seguramente era su propia conciencia la que no le permitía caerse dormido o inconsciente y así dejar de oírla. Esa era su eterna agonía de cada mismo día del año, no poder descansar y tener que soportar el volver a revivir lo mismo escuchando las palabras que el mismo se profería, resonando como un cruel eco dentro de su cabeza.

El humo de un nuevo cigarro le llenaba los pulmones y viciaba un poco más la atmosfera. Cada calada era una sensación embriagadora que le sumía un poco más en esa locura de recuerdos que no consigue borrar de su mente. Cada calada provocaba enormes volutas grises entre los que veía esos ojos.

Unos ojos verdes, jóvenes, con las pupilas dilatadas y la esclerótica llena de diminutas venillas rojas, amenazantes.

–¡¡Niñato de mierda!! –aquel chaval gritaba como si estuviese poseído–. ¿Me has llamado niñato de mierda?

–Yo… yo… yo no… –El anciano no acertaba a juntar unas pocas palabras para formar una oración–. Yo… lo…

La herida de su brazo por suerte no era muy profunda, quizá eran peores las que tenían esos tres pobres que salieron en su ayuda.

–¡Viejo hijo de puta! Solo te pedí unos pocos duros y tú vas, ¡y me insultas!

La escena era dantesca, una marabunta de personas se arremolinaban alrededor de ellos y lo observaban todo sin los suficientes regaños para hacer algo. Claro que, si tenemos en cuenta que los únicos tres que tuvieron el valor suficiente para hacer algo, se encontraban tirados en el suelo, vivos, pero con una herida que sangraba en abundancia, era comprensible que nadie osara mediar.

La sirena del coche de la Guardia Civil sonaba cada vez más cerca. Las fachadas de los edificios cercanos se teñían de la luz azul de los rotativos.

Según les habían dicho por las transmisiones, se trataba de un hombre joven que había consumido cocaína. Había herido a varias personas con un arma blanca y amenazaba con herir a quien se acercase.

–Te voy a matar puto viejo. A mí no me insulta ni mi madre. Te voy a rajar de arriba abajo.

El corro de gente se abría para dejarles paso a dos Guardias que acababan de bajar del coche oficial. Mario iba acompañado por un novato asustado que no sabía ni que hacer. Al menos era grandote, eso quizá asustaría a ese niñato.

–¡A ver chaval! Tira la navaja –Mario trataba, sin que pareciese como una amenaza, de que su voz sonara firme por encima de la de los demás–. ¡No hagas ninguna tontería!

Fue acercándose a este mientras le hablaba. Pero cuando se encontraba lo suficientemente cerca se vio obligado a dar un paso atrás para evitar que la navaja le abriera una herida en el pecho, sin embargo su camisa no tuvo la misma suerte. Sacó su pistola y le apuntó, su compañero tardó un poco más en reaccionar pero también sacó la suya.

–¡Picoleto, cabrón! Tú no te metas o te rajo a ti también –le señalaba con la navaja manchada de sangre–. Largaos o me cargo al viejales.

–Venga chaval… ¿Cómo te llamas? Deja la navaja, no empeores las cosas.

Mario trataba de acercarse a él y de tranquilizarle. Bajó el arma e hizo amago de ir a guardarla. Su compañero mientras tanto negaba con la cabeza y permanecía como petrificado.

–¡No te acerques guindilla! –le puso la navaja al anciano en el cuello–. No te acerques o me lo cargo, ¿me has oído?

–Vale, vale está bien. De acuerdo, de acuerdo –dio unos pasos atrás–. Pero suéltale –aquellos ojos verdes, jóvenes, completamente dilatados, le miraban amenazantes y se le quedaron marcados en el cerebro–. ¡Venga déjale! Por favor.

De un empujón apartó al pobre viejo y este cayó al suelo.

–Tú, estás muerto.

Aquel crio, con los ojos encendidos de ira, se abalanzó sobre el hombre derribado, blandiendo su navaja con el único objeto de atravesarle el corazón. Trató de protegerse con la defensa, pero antes de lograr golpearle con ella se había llevado un corte en el brazo haciendo que esta cayese al suelo. Este se reía como si estuviese endemoniado, había logrado herir al Guardia, pero no le bastaba, estaba seguro que a la siguiente lograría esparcir sus vísceras por la plaza del pueblo. Se giró para ver si algún otro se atrevía a intentar reducirle, por lo que al ver que todos los presentes se habían quedado como estatuas de sal, miró al anciano y le hizo un gesto de que le cortaría el cuello cuando acabase con el guardia herido. Se volvió de nuevo hacia Mario volvió a abalanzarse contra él. El disparo resonó en la plaza del pueblo. Los gritos de pavor y el murmullo de la gente se acallaron. Todos miraban a Mario, un Guardia Civil que sostenía una pistola con el cañón humeante con su mano izquierda mientras su brazo derecho seguía sangrando. A sus pies un crio tirado en el suelo.

–¡Hijo de puta! Me has disparado –se sujetaba la pierna por el muslo. La herida desprendía hedor a carne quemada y teñía de rojo sus pantalones vaqueros–. Me voy a cargar al carcamal, pero primero te voy a rajar a ti.

De un salto se puso en pie, recogió la navaja del suelo y se encaró al Guardia.

–Estás muerto, ¡los dos estáis muertos!

–Suelta la navaja y tírate al suelo –ordenó.

–¡Vete a la mierda! –dio un paso hacia Mario, cojeando.

–No te acerques o disparo.

–Te voy a rajar, picoleto –dio otro paso sin dejar de reírse como un desquiciado.

–Ni un solo paso más, tírate al suelo o disparo –otro paso, y otro más, acercándose lentamente hacia Mario, creyéndose más fuerte y pensando que él, con una navaja, podría acabar con dos hombres que portan pistolas–. ¡Al suelo o disparo!

–¡Cierra la puta boca! –se lanzó sobre él con la navaja amenazando con atravesarle de lado a lado.

Tenía los ojos fuera de sus órbitas, se encontraba completamente fuera de sí y las venas del cuello y las sienes amenazando con estallarle. En ese preciso instante no sentía dolor, no sabía lo que era la piedad y lo único que pasaba por su cabeza era la palabra venganza. Cayó muerto, de espaldas contra el suelo, con un disparo en el pecho que sangraba profusamente. Acababa de salvar su propia vida, y quizá la de ese pobre hombre. A cambio había matado a alguien, pero… Se acercó al cuerpo y volvió a notar ese hedor a carne chamuscada. Buscó su documentación.

–Francisco Heredia Álvarez, nacido el 5 de marzo de 1981.

¡Joder! Acababa de matar a un niño. Solo era un crio de 17 años y acababa de matarlo. Las manos comenzaron a temblarle y no pudo sostener la cartera del chaval la cual cayó al suelo. Él acabó sentado sobre la acera, pálido, desencajado. Aparta el pelo rubio de su cara y deja a la vista esos ojos verdes que le miran ya sin vida. Las sirenas de otros coches patrullas comenzaron a resonar en aquella plaza. Una lágrima comenzó a bajarle por el rostro.

El repiqueteo de las lágrimas golpeando la madera de la mesa le saca de sus recuerdos. Mira a su alrededor y se da cuenta de que aún se encuentra en el salón en penumbras de su casa. Rocco, un enorme bulldog ingles de color blanco con algunas manchas negras, viejo como el mismísimo mundo, había salido de la habitación y se marchó al salón en busca de su amo. Este le mira con sus ancianos ojos como si le entendiese y ladra una sola vez al aire tratando de arrancarle una sonrisa. Rocco se acerca y se pone a dos patas en busca de una caricia y alguna palabra amable.

–Hoy no Rocco. Hoy no.

Estira la mano para coger la botella y llenar el vaso, entonces mira un instante aquella cicatriz y luego fija su mirada en ese pequeño objeto reluciente. Frente a sus ojos aquella medalla. Una condecoración otorgada por salvar su propia vida y la de un anciano al que no debían de quedarle más de cinco años de vida. Una medalla por acabar con un crio de 17 años. Una condecoración que le arde de ira en el pecho cada vez que viste su uniforme de gala. Una medalla que le arranca la vida como aquella bala se la arrancó a ese chaval. Fue una época difícil, llena de pesadillas y noches en vela. Constantes visitas al psicólogos y psiquiatras, toneladas de antidepresivos y valerianas. Una época en la que además, tuvo que ser objeto de una investigación para determinar si había actuado correctamente. Francisco Heredia resultó ser un chico que había consumido cocaína, el mono comenzaba a aparecer y necesitaba unas pesetillas para comprar, por lo menos, otro medio gramo. El día de Asturias es un día de fiesta en la que los jóvenes beben y salen a celebrarlo. Pero todos con poco dinero, lo justo para la entrada a la discoteca y quizá uno o dos cubatas. Francisco había conseguido a punta de navaja quitarles 2000 pesetas a unos pocos críos. Pero no era suficiente, así que salió fuera del bar a pedir un poco de dinero a los transeúntes. Ninguno le dio nada, eso le cabreó muchísimo, los reproches de un anciano que paseaba con su mujer, y el que le llamara niñato de mierda, fue la gota que colmó el vaso. Las declaraciones de los testigos fueron determinantes para declararle libre de toda culpa y concederle aquella maldita medalla. Todos los que estaban allí le elevaron al estatus de héroe. Todos declararon a su favor, su compañero, los testigos, sus superiores, la prensa y los juzgados. Los periodistas le esperaban a las puertas de su casa, recibía ofertas de la televisión y las revistas para que contase su historia. Seguramente ese estatus heroico que la sociedad le había otorgado fue lo que le libró de que la justicia y la Guardia Civil acabasen dictaminando que podría haber hecho las cosas de otra manera y que la muerte se podía haber evitado. Habría perdido su trabajo, quién sabe si habría ingresado en prisión, pero al final todo acabó “bien”, aplausos, besos, medalla y un chico menor de edad bajo tierra. Todos le miraban con admiración, él sin embargo, cuando se miraba en un espejo, solo veía en su reflejo a un asesino.

¡Sí! De acuerdo, son gajes del oficio. Realmente había actuado como debía. Mario lo entendía, la muerte del chico era el mal menor. Si no hubiese disparado, quizá no hubiese habido un solo muerto. Quizá dos, o solo Dios sabe si alguno más. Quizá, si aquel chico llega a conseguir matarle, la sangre hubiese llegado al cerebro de su compañero y habría disparado para abatirle. O quizás si el filo de aquella navaja se hubiese clavado en su pecho, Francisco abría salido de ese estado de excitación, se hubiese dado cuenta de lo que había hecho. O quizás…

Pero daba igual, era él el que había matado a un niño de 17 años. Era él, Mario Seoane, un Guardia Civil, con 29 años por aquel entonces, que creyendo estar preparado para cuando ocurriera algo así, llevaba diez largos años siendo reconcomido por sus remordimientos.

Era tarde, estaba completamente borracho y con el alma hecha jirones. Su mujer quizá aún no se había dormido. Ella sabía que cada ocho de septiembre ocurría lo mismo. Después de varios años, Alexandra había llegado a la conclusión de que ese día era mejor no meterse en los asuntos de su marido. Cuando había intentado ayudarle solo había logrado empeorar el caótico estado en el que se hallaba aquellos precisos días. Ella le amaba como el primer día, cada ocho de septiembre Mario moría un poco, ella al ver así a su marido, también. Dio un último trago a la botella, apurando lo poco que quedaba, y decide irse a dormir.

–Vamos Rocco, a la cama.

El perro le obedeció y se dirigió a su habitación entre resuellos cansados. Fue a la habitación de su hijo. Un precioso niño de seis años con los ojos verdes y pelo rubio. Se acercó a su cama y tras besarle en la frente se despidió de él.

–Que tengas dulces sueños, Francisco.

Tras esto va a su cuarto, efectivamente, Alexandra le esperaba despierta. El perro, sin embargo, roncaba y respiraba con dificultad sobre su pequeño lecho a los pies del de sus amos. Al sentarse en la cama besa a su mujer en los labios. Esta le seca las lagrimas con la manga del pijama le acaricia la marca que le dejó el filo de la navaja en el antebrazo y le abraza como si temiese que la muerte de aquel chaval fuese a llevarse el día menos pensado también a su marido.

–Gracias por entenderme.

Le mira a los ojos, tratando de ver a través de ellos que es lo que le pasa por la cabeza, pero como cada año, no ve nada. Se gira para irse a dormir pero antes vuelve a besarle y le dice:

–Que duermas bien mi amor.

Durante los últimos diez años, siempre la misma historia. Cada ocho de septiembre, nada mas despertarse, después de darse una ducha, se viste el mismo traje de todos los años. El traje que vistió el día del entierro, unas ropas negras que tiñen de negro sus recuerdos. Unos recuerdos en los que se repiten las mismas escenas una y otra vez, el momento del disparo, viendo como este cae al suelo, los llantos de todos los que asistieron al óbito y ese preciso instante en que la lapida cierra aquel agujero excavado en la tierra donde aquel cuerpo sin vida descansará eternamente hasta que sus seres queridos se reúnan con él. Después de comprar un ramo de flores se dirige al cementerio.

Una vez allí, sin mirar por dónde camina, se va acercando a esa lápida de mármol blanco. Una lápida cuyo sonido seco al cerrarse se repite una y otra vez al mismo tiempo que sus pasos. Francisco Heredia Álvarez 1981–1998 reza con letras áureas. Frente a esta, Sixto Heredia y María Álvarez, de rodillas, vestidos enteramente de negro, con abundantes lágrimas cayéndoles por las mejillas, rezaban por el eterno descanso de su hijo.

De pie les mira, nota ese nudo en la garganta por primera vez ese día. Tras colocar el ramo sobre las letras de oro, se pone de rodillas ante ellos. Primero besa a Sixto en la mejilla, nota sus lágrimas en los labios, saladas y dolorosas. Después besó a María y la abrazó durante una eternidad. Los dos lloran sin consuelo y sin hacer nada para reprimir el llanto.

Durante los últimos diez años, siempre las mismas palabras. Cada ocho de septiembre, fundidos en un abrazo, las mismas palabras.

–Lo siento.

–Hijo, has de aprender a perdonarte. Yo ya lo he hecho.

En el mundo real los supervillanos no visten disfraces macabros que atemoricen con solo verles, ni tienen una maldad superlativa ni tienen superpoderes. En el mundo real los supervillanos son personas como tu y como yo, personas que quizás alguna vez soñaron con montañas de dinero y con un poder social que les haga intocables, pero que al final, cuando esta les llegan descubren que no es todo tan maravilloso como en los comics o las películas. Son personas que no disponen de un alter ego que les permita pasar desapercibidos por el mundo, que tienen que pagar hipotecas como los demás, que no poseen guaridas supersecretas y que enferman y tienen los mismos problemas y las mismas debilidades que los demás.

Esta es la historia de uno de esos villanos, uno cuyo anonimato no le viene por una doble identidad secreta, sino por que la sociedad al mes siguiente ya no se acuerda de lo ocurrido dado que alguna otra cosa ocupa las primeras páginas de los periódicos.


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